De damnificada por uno de los mayores terremotos de la historia de Costa Rica a líder comunitaria. Esta es la historia de Ana Cambronero, que perdió a su familia en el terremoto de Cinchona y que se reconstruyó para ponerse al servicio de los demás.
Por: Isabel López Gordo
Levantarse y aprender a vivir otra vez tras una situación como la que le sucedió a Ana es la cosa más difícil que una persona puede tener que afrontar en la vida. Ana no tuvo que aprender a volver a hablar o a comer o a respirar, tuvo que aprender a vivir con el alma vaciada, sin lo más querido, sin la sonrisa de sus hijos, sin sus conversaciones, sin sus historias de cada día, sin la compañía de su marido.
El 8 de enero de 2009 Ana (o Doña Ana como la llaman en su pueblo), salió temprano de Cinchona, un pequeño pueblo escondido en una zona montañosa y cafetalera del Valle Central de Costa Rica, tan escondido que aún hoy no se ve fácilmente cuando uno pasa cerca. No es uno de esos pueblos a los que atraviesa una carretera o que se asoma a esta. Ir a Cinchona es una decisión consciente.
Salió de su casa sin saber que era la última vez que cerraba esa puerta que la separaba del mundo exterior y sin saber que su adiós era el último que daba a sus tres hijos y a su esposo. Como ella misma cuenta, marchó a San José, la capital del país -a poco más de una hora de distancia- y, cuando regresó, ya no quedaba nada. Tan solo una Cinchona despedazada y unos hijos y un marido sepultados por su propio negocio -una soda/restaurante de la que se habían hecho cargo hacía tan solo un año- bajo 600 metros cúbicos de tierra. En el terremoto murieron 27 personas.
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“No tenía planificado ir a San José aquel día, pero en un momento lo decidí”, señala Ana, que no pudo volver al pueblo de Cinchona hasta tres meses después del terremoto. Sus hermanos, sus padres y ella se instalaron temporalmente en la localidad de Barva de Heredia.
Pasear hoy por Cinchona es un ejercicio de tristeza. A sus calles sin asfaltar se asoman los restos de los lugares comunes que componían la vida de este lugar: la iglesia, el salón comunal, la pequeña escuela… lugares una vez llenos de gente, de risas, de historias, de llantos, pero hoy apagados, vacíos y silentes, esperando un paso del tiempo que se detuvo en ellos.
“El ayudar a otros fue parte de mi reconstrucción”
Ana, de profesión costurera y que tenía 42 años cuando ocurrió el terremoto, es una mujer bajita y delgada, pero que encierra una fortaleza que no imaginaríamos. Desde el día después de que su familia quedase sepultada, Ana comenzó a colaborar en diferentes tareas como la información a los vecinos, el registro de los damnificados en los albergues y el apoyo en sus necesidades más básicas. “Iba al Puesto de Mando, pedía explicaciones y me hacían caso”. Ana, que profesa una gran fe, señala que “es parte de la misión que Dios tenía para mí. El ayudar a los demás fue parte de mi reconstrucción”.
Ana vive ahora en una de las casas que se construyeron en Nueva Cinchona -el nuevo pueblo que se levantó a escasos 7 kilómetros del anterior- al lado de sus padres, que han sido, junto a sus seis hermanos, uno de los pilares de su estabilidad emocional.
“De la mano de Dios uno puede salir adelante. Eso me ayudó mucho. Es vivir hoy nada más, no pensar en el mañana porque, si no, nos volvemos locos. Yo vivo el hoy con intensidad y así he podido vivir estos 12 años”, cuenta Ana.
El proceso de construcción e instalación en Nueva Cinchona duró aproximadamente dos años, durante los cuales Ana fue la vocera de la comunidad de Cinchona ante el Gobierno. Jugó un papel muy importante no solo como representante de la comunidad ante el ejecutivo y otros grupos de trabajo, sino también a lo interno de esta. Mantuvo a los vecinos en movimiento, les alimentó la esperanza y les motivó a trabajar para salir adelante después de la tragedia. Una vez instalados, hubo que luchar por conseguir las escrituras, los espacios para el esparcimiento y el recreo y fuentes de ingreso para las mujeres. Aunque fue un cambio duro para muchas personas, el hecho de que Nueva Cinchona estuviera muy cerca de Cinchona favoreció que no tuvieran que desarraigarse y que se pudiera seguir manteniendo el vínculo laboral que una parte importante de la comunidad tenía con la fábrica El Ángel.
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Dos años después hubo un deslizamiento en San Antonio de Escazú, en la calle Lajas, en el que murieron 24 personas y Ana fue movilizada por las autoridades para ayudar. “Estuve tres días en los albergues dando apoyo moral, en los funerales y con la brigada de psicólogos de la Universidad de Costa Rica para dar soporte a las personas y a las familias”.
De Nueva Cinchona a Nueva Capital
Ana quiere ahora dar un paso más en la nueva vida que le tocó vivir desde el terremoto de Cinchona y está esperando que la situación debida a la pandemia mejore para viajar a Honduras. Su objetivo es quedarse en aquel país durante algunos años para trabajar en proyectos sociales en una de las comunidades más pobres y desasistidas, Nueva Capital, en la que sus habitantes también sufrieron el desastre provocado por el deslave de un cerro. El trabajo de Ana consistirá en tratar de evitar que los habitantes de esta comunidad de extrema pobreza sucumban a las maras. “Enseñaré costura a las mujeres, una habilidad que aprendí durante siete años como beneficiaria de un plan piloto que se hizo en los barrios del sur de San José. Hago desde un calzón hasta un vestido de novia”, señala.
Lo que más echa de menos Ana es el abrazo de sus hijos, especialmente de Francella, que, según ella, tenía una forma especial de abrazar. Francella, Daniela y Jeffrye le acompañan todas las noches. “Nuestras almas se juntan”.
“Las personas se deprimen por muchas cosas que son pequeñas para uno, pero para ellos tal vez son muy grandes. Uno siempre les puede apoyar con el testimonio”, dice Ana, que espera poder seguir transmitiendo su mensaje de esperanza y resiliencia más allá de las fronteras de Costa Rica.