María Eugenia Vargas fue la primera jueza de Costa Rica, así como la cuarta abogada y la segunda notaria. Nacida en 1922, estudió primaria en la escuela República de Argentina, muy cerca de su casa de Barrio México. María Eugenia recuerda que era de techo de paja y paredes de barro, hasta que un día colapsó y tuvieron que rehacerla entera.

Secundaria la estudió en el Colegio de Señoritas, ya más lejos de su casa. Su papá -el doctor Vargas Araya, muy querido en el país- la acompañó para matricularse y le indicó el camino para ir a diario. Esto la hizo más fuerte e independiente.

Muchos estudiantes se oponían a que una mujer estudiara en la Universidad, pero el fuerte apoyo de sus papás y su determinación hicieron que no le afectara. Obtuvo el bachiller en Leyes y en 1948, en plena guerra civil, se graduó como abogada. Lo consiguió sin tener todavía la condición de ciudadana, pues las mujeres no lo fueron hasta 1949, con la nueva Constitución.

En el año 1950 representó a Costa Rica en el Congreso de la Comisión Internacional de Mujeres en El Salvador y ayudó a redactar los documentos que mostraban a las mujeres cómo podían votar.

Su trabajo la llevó con Costa Rica a la décima Asamblea General de las Naciones Unidas, que le otorgó una beca en Uruguay y Argentina para especializarse en educación, capacitación laboral y delincuencia de la juventud. Al volver redactó el Proyecto de ley de la Jurisdicción Tutelar del Menor y se convirtió en la primera mujer jueza en Costa Rica, como Jueza Penal y Tutelar de Menor en la provincia de San José. También hubo mucha resistencia por parte de hombres que querían ese puesto, pero finalmente lo obtuvo ella, como la persona mejor formada.

Tras dejar la judicatura, se puso a trabajar en temas de educación especial e infancia. Los últimos años de trabajo fue profesora de Derecho en la UCR. 

Después de su jubilación recibió numerosos reconocimientos, en 1990 por parte de la Comisión Interamericana de Mujeres y en 1994 el premio internacional a la «Mejor Servidora» de Good Hill Internacional (Oklahoma, EE UU). 

En 2003, la Defensoría de los Habitantes le otorgó un premio por el aporte a la mejor calidad de vida del costarricense 2003. El Consejo Universitario de la Universidad Santa Paula le concede el título «Doctor Honoris Causa en Desarrollo Humano» en el año 2006. 

En 2015, la Asociación Costarricense de la Judicatura (ACOJUD) creó el Premio María Eugenia Vargas Solera, que reconoce la excelencia judicial anualmente.

¿De qué es este anillo que lleva?

Es del Colegio de Abogados, No me lo dieron cuando me gradué, porque no se usaba. Me lo dieron como 20 años después. Pero tengo un compromiso conmigo misma: quiero dejarlo a la Universidad de Costa Rica, cuando yo me muera.

Usted es hija del doctor Vargas Araya…

Éramos diez hermanos Mi papá era médico osteópata. Estudió en Estados Unidos, de donde trajo un montón de ideas para la salud, no exclusivamente de medicina.

Por ejemplo, los barrios para que la gente no viviera en tugurios,  que tuviera casas e hizo 14 barrios de casitas de madera, con sus jardincitos. Hay uno que se llama Vargas Araya, en San Pedro.

Fue un hombre que nos enseñó a vivir sanamente. Nos levantaba por la mañana para respirar aire puro por la nariz.

Entiendo que vivía usted muy cerquita de la escuela…

Sí, exactamente, calle de por medio, en Barrio México. Papá nos fue a matricular y ya nos soltó, íbamos solos. Una escuela preciosa, la República Argentina, con unas columnas griegas, pero con techo de paja y paredes de barro. Finalmente todas las paredes se cayeron. Ahí estuve yo primero, segundo y tercer grado. 

Entonces cambiamos a una clínica que transformaron en escuela, que había que atravesar el Callejón de la Puñalada (donde está la Botica Solera, así conocida por la familia materna de doña María Eugenia, N. del R.), que era un trillo muy pequeño y llegar a la cuesta de la penitenciaría. Y lo primero que nos encontramos era una casa de citas a esa hora. Cuando le contabas la mamá ella decía: “pasen, pero no vean». Ahí fuimos tres años, salí de sexto grado y entré al Colegio de Señoritas.

Por aquel entonces se usaba celebrarle a las muchachas los 15 años en el Club Unión con una fiesta. Conocí a una persona que no era un joven que quiso bailar conmigo. Era un abogado,  después presidente de la Corte Suprema de Justicia, Fernando Baudrit, con el que luego yo me casé años después, tras divorciarme yo de mi primer marido y él quedar viudo. Luego hicimos una magnífica por pareja.

Y después estudió Derecho, algo único en la época para una mujer

Llegué a los 18 años, y digo yo: «Bueno, ahora sí, ¿qué hago?”. Muchas chicas lo dejaban a los 15 años, hasta ahí estudiaban y se preparaban únicamente para bordar, para cocinar y tener novio, casarse muy jóvenes.

Yo dije: «Bueno, voy a estudiar Derecho» Y me criticaron los muchachos: “¿cómo vas a estudiar Derecho? Si eso es una profesión de hombres”. Pero es lo que quería hacer y me matriculé en la Escuela de Derecho, antes de la UCR.

Papá me dejó elegir libremente, pero al inscribirme en la universidad me decían en Secretaría: «farmacia», y yo «derecho».

Fue la cuarta mujer abogada del país

Me hice abogada y no era ciudadana del país. Las mujeres no éramos ciudadanas. Éramos habitantes de Costa Rica y fue con la Constitución de 1949 que las mujeres todas adquirimos la condición de ciudadanas.

Yo soy abogada. Yo soy defensora. Yo soy de todo lo que había porque cuando me voy a graduar de abogada. Me dieron un caso de práctica, un pleito de pensión alimenticia de una pareja. Entré con ellos y los reconcilié, entonces ya no había necesidad de eso.

Usted consiguió la plaza que fue la primera plaza de juez penal y tutelar de menores. ¿Recuerda si hubo mucha oposición por parte de los hombres?

Fui parte del equipo que fue a la Asamblea General de Naciones Unidas. Estuve tres meses como delegada de Costa Rica. Después, Naciones Unidas me dio una beca de un año para estar en el Instituto Interamericano del Niño en Uruguay, donde estudiaba educación, capacitación laboral y delincuencia; y otro medio año en Buenos Aires, para que yo estudiara todo lo relacionado con el adulto mayor,

Al llegar a Costa Rica se iba a nombrar el juez Penal y Tutelar de Menores y había muchos alcaldes que querían. Gané el puesto, iba a ser la primera mujer jueza. Lo hice durante bastante tiempo, tenía que visitar la penitenciaria, tenía que visitar a todos los jueces para ver cómo estaban tratando a los presos puestos bajo su responsabilidad…

Después, en lugar de ser jueza penal, fui jueza de menores. Entonces, en lugar de penas, había medidas de seguridad. Para eso, necesitaba un médico, una trabajadora social y un vehículo especial, un jeep, para ir y conocer las casas, cómo vivían ellos, si había papás o no, si había responsabilidad, si con una trabajadora social ese muchacho se salvaba y no tenía que ir a la iglesia. Fue otra etapa interesante.

Usted abrió el camino para otras mujeres en Costa Rica. ¿Es una gran responsabilidad?

Sí, es una gran responsabilidad. Siento que yo abrí el campo. Primero fui criticada cuando dije “voy a estudiar Derecho, papá”. No me lo pidió ni mamá, ni nadie, fue un interés, una vocación mía, ¿verdad? Me dijeron, “¿cómo se le ocurrió estudiar Derecho, si eso es para hombres?”, esa ya fue la primera crítica,

¿Qué siente ahora al ver tantas mujeres que ejercen la abogacía?

Eso es un orgullo también. Es una buena profesión. Tener ética es fundamental.

¿Qué supone para usted que haya un premio del Colegio de Abogados que lleve su nombre?

Un gran compromiso. Yo traté de ser lo más justa posible.