Está socialmente aceptado e, inclusive, altamente valorado decir: “Mi trabajo es sumamente estresante”.
Por: Ivannia Murillo*
Es común escuchar en cualquier persona, independientemente de su quehacer laboral, la frase: “estoy muy estresada”. Lo dice el ama de casa, el trabajador informal, el niño en la primaria y la persona que desempeña un rol profesional en una organización. Parece ser que esta frase está tan instaurada en nuestra cotidianidad que ya no somos conscientes de la cantidad de veces que la decimos y, peor aún, de lo que estamos ocultando al mencionarla.
Y es que, de una forma u otra, está socialmente aceptado e, inclusive, altamente valorado decir: “Mi trabajo es sumamente estresante”. No niego que hay trabajos y culturas organizacionales que son una prueba constante de resistencia, soy testigo de ello en mis entrevistas y encuentros constantes con personas y organizaciones.
Al inicio de la pandemia, cuando aún yo no imaginaba el impacto que esta situación iba a tener en mi vida personal y en mi empresa, uno de mis grandes amigos CEO, me dijo: “Debes estar preparada para recibir malas noticias todos los días, el input que vas a tener diariamente será muy emocional, pero el output deberá ser, siempre, un equilibrio entre lo emocional y lo racional”. Debo considerar que estas frases me preocuparon y generaron una cuota mayor de preocupación de la que ya acarreaba.
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El input será muy emocional… Esa frase no deja, aún hoy (casi cuatro meses después), de venir a mi cabeza y sigo dándole vueltas a cómo me las ingenio diariamente para lograr ese equilibrio del que me hablaba mi amigo.
¿Pero qué pasa con las emociones en los espacios organizacionales? Para las mujeres es más socialmente aceptado (hemos sido criadas para eso) expresar emociones como alegría, tristeza, temor y ansiedad. He de confesar que, a los hombres, la expresión de estas emociones les ha sido vedada aún hoy, cuando hay un pequeño grupo que se atreve a cuestionar esas trampas del patriarcado, como las llama mi querida amiga Renata Infante.
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Pero, independientemente de los patrones de crianza marcados por el género, son pocas las personas que pueden reconocer cuáles son las emociones propias y, más difícil aún, las de aquellos con quienes interactúan. Valga aclarar que estoy haciendo uso del verbo reconocer, porque es una acción que sí puedo llevar a cabo, pero las únicas emociones que puedo gestionar son las propias. Mis amigos filólogos me corrigen siempre, pero me gusta usar intencionalmente la frase “gestionar mis emociones propias”. ¡Pleonasmo! Mis emociones siempre son propias, no pueden ser del otro.
Pero si son propias, puedo hacer con ellas lo que yo quiera: puedo ignorarlas, gestionarlas, hablar de ellas y también puedo disfrazarlas. Para ello uso frases como: “He estado súper ocupado”, “mi trabajo es sumamente estresante”, “he estado muy estresada”, entre muchas otras. Al indagar, podemos darnos cuenta de que no hemos nombrado esas emociones, las hemos camuflado, les hemos puesto un disfraz, las hemos apodado distinto, y ese nick name que le damos a nuestras emociones emergen desde la cotidianidad del lenguaje.
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¿Te atreves a hacer un ejercicio? Cada vez que digas: “Estoy estresada (o)”, trata de ponerle el nombre correcto, dales la oportunidad a tus emociones de ser nombradas. He aquí una lista para ello: Aburrimiento, Aceptación, Afecto, Agobio, Agradecimiento, Alegría, Amor, Angustia, Ansiedad, Asco, Bienestar, Culpa, Decepción, Desesperación, Disgusto, Diversión, Enojo, Entusiasmo, Esperanza, Felicidad, Frustración, Gozo, Humor, Incertidumbre, Ilusión, Indignación, Miedo, Motivación, Pasión, Preocupación, Remordimiento, Rencor, Satisfacción, Tristeza, Vergüenza, entre muchos otras. Vos elegís.
*Psicóloga