A María Cedeño Quesada (Q.E.P.D.).
Por: Renata Infante*
Quienes me conocen saben que viajo sola desde que pude costearme lo que eso implica. A mis 26 años hice mi primer viaje a Europa, donde por más de un mes recorrí Madrid, La Mancha, Murcia, Valencia y Barcelona. Hace unos años tomé la decisión a mis 30, de conocer Centroamérica por tierra, a bordo de la famosa “Ticabús”. Una vez en el norte de Guatemala, decidí seguir cruzando fronteras y llegar hasta México, a la histórica San Cristóbal de las Casas.
He estado desde en los hoteles más elegantes de las ciudades, hasta en un cuarto de dudosa reputación en una estación de buses urbanos. He disfrutado de la hermosa Milán y de la inigualable Santorini, de la misma forma que me deja sin aliento la belleza de la república mexicana: desde el sur oaxaqueño hasta las tierras de Sinaloa y Chihuahua.
Nunca he tenido miedo de viajar sola, quizá el temor de mi madre es suficiente para las dos. Ahora es más fácil mantenerse en contacto a través del WhatsApp pero ¿Se imaginan en 2006?. En ese año no era frecuente el Wifi en los hoteles que yo podía costear, por lo que la única forma de estar conectada era pagar un internet café o esperar por la única computadora que había disponible en el lobby del hotel. Miro atrás y casi puedo escuchar las súplicas de mi madre al Dios en el que ella tanto cree.
Una vez le preguntaron: “¿Y Ud. no sufrió cuando Renata se fue a vivir sola? A lo que ella, sin titubear, respondió: “Aún sufro cada vez que se va”. Esa frase de mi madre duele, duele mucho porque no debería por qué doler. Sé que a ella le deja de doler cuando, recién aterrizando en el Juan Santamaría, le envío un mensaje contándole que estoy de vuelta. Ella suspira profundo mientras apenas se le oye decir: “Gracias a Dios”, a la vez que pone en contexto al resto de mi familia.
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La historia de la anestesióloga asesinada en un hotel de Quepos el pasado mes de julio, María Cedeño (Q.E.P.D.) y muchas otras me duele. Lloro, no puedo evitar hacerlo cada vez que leo este tipo de noticias. Me queda un hueco en el cuerpo que no puedo llenar, puedo sentir el temor de tantas madres, de tantas mujeres que, como yo, aman abordar un avión o tomar el carro para salir de la ciudad, mientras se toman un café o una copa de vino, solas o en compañía de aquellas personas que ellas han elegido para ser acompañadas.
Ese “Gracias a Dios” de mi madre es el de muchas más, y no deja de resonar en mi cabeza cuando leo las terribles noticias de mujeres cuyo cuerpo violentado es noticia de primera plana. ¿Qué dirán esas madres? ¿Tendrán algo que agradecer al dios en el que creen? ¿Cuál será su súplica de ahora en adelante?
A mis 40 años no tengo tiempo de viajar por largos periodos, como lo hacía en mis 20´s. Suelo dejar de lado los hoteles sin desayuno y Wifi incluido, pero sigo teniendo un profundo deseo de viajar, de explorar lugares y gentes con historias que me hacen feliz. Quiero seguir descubriendo callejones con leyendas y restaurantes de paso, quiero saborear el café de cada pueblo, quiero seguir viajando sin temor y quiero dejar de escuchar el “Gracias a Dios” de alivio de mi mamá.
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En su lugar, quiero escuchar frases de felicidad porque me ve y me siente feliz, porque pude concretar un sueño más, porque volví para seguir planeando mi próximo viaje, porque tengo la independencia económica para permitirme el placer de viajar y, sobre todo, porque sigo trabajando día a día para que otras puedan disfrutar todo aquello por lo que, ambas (mi madre y yo), hoy damos gracias.
*Psicóloga especialista en equidad de género y derechos humanos